El Sínodo del Cadáver

    Acaba de llegarme a casa el número de Historia National Geographic de este mes (nº 119), en el que colaboro con un pequeño artículo de dos páginas sobre el juicio al Papa Formoso. Nada, una cosa minúscula, pero que me hizo mucha gracia hacer, por lo especial de la historia que hay detrás. Vosotros me direis eso de que sí, que vale, que un juicio a un Papa tiene su qué, pero que tampoco es para tanto, a lo que os replicaré con lo siguiente: en el momento del juicio el Papa Formoso llevaba meses muerto. Un pequeño detalle que no le impidió estar de cuerpo presente durante su juicio, que por algo ha pasado a la historia como el Sínodo del Cadáver. ¿Qué cara se os queda ahora?

    Más o menos la misma cara que se le debió quedar al pobre pescador romano que, según cuentan las leyendas, encontró el cadáver de Formoso I. Al fin y al cabo no todos los días saca uno del Tíber, nueve meses después de muerto, el cuerpo de un Papa que había protagonizado uno de los episodios más singulares de la historia del Papado. Años después, tras la muerte de Sergio III, los restos del papa Formoso pudieron descansar al fin en el Vaticano, ajenos a su extraño descubrimiento. Pero, ¿quién fue Formoso I y cómo se llegó a una situación más propia de la novela folletinesca que de la historia sagrada?

    Formoso I fue el Papa nº 111 y el protagonista de uno de los episodios más rocambolescos de la historia del Papado

     

    Hablar de Formoso I (891-896) y las peripecias de su cadáver nos lleva a sumergirnos de lleno en la convulsa situación política de la Roma de finales del siglo IX, sumida en la violencia constante que significaban las luchas de poder entre las distintas familias dirigentes de la ciudad, los intereses imperiales que las diferentes ramas de la dinastía carolingia reivindicaban desde Francia y Alemania y las intrigas de los Spoleto, el poder en alza del momento. Un rápido vistazo a la lista de Papas de aquellos años ya nos hace ver que la Ciudad Eterna no era un remanso de paz. Veinticuatro entre 872 y  965, nueve de ellos en apenas un lapso de ocho años (del 896 al 904), de los cuales un buen número fueron asesinados o destituidos. Papas envenenados, como  Juan VIII; encarcelados tras un mes escaso en el cargo, como León V, o que llegaron al poder con apenas dieciocho años, como Juan XII.

    En vida, Formoso I fue un hombre de su época. Desde su consagración como obispo de Porto, en Roma, en el 866, aparece una y otra vez implicado en muchas de las principales decisiones políticas del momento. Viajó como legado papal a Bulgaria, donde estuvo a punto de convertirse en arzobispo gracias, según comentaron algunos, a sus intrigas; lo impidió la orden de Nicolás I de viajar hasta Constantinopla para atajar el cisma de Focio. Se vio implicado también en las aspiraciones de los distintos candidatos al trono imperial, el gran conflicto político de aquellos días. Formó parte, por ejemplo, de la delegación pontificia que viajó hasta la corte de Carlos el Calvo para ofrecerle la corona imperial en el 872. Se desconoce hasta qué punto la implicación en esta delegación fue algo impuesto o respondía a sus propios intereses; el caso es que poco después Formoso apostaría por contradecir las órdenes del papa Juan VIII y daría su apoyo a Arnulfo de Carintia en su lucha por ser coronado como rey de Italia que lo enfrentaba, precisamente, con Carlos el Calvo. Este hecho le valió la expulsión de su diócesis y la excomunión; una muestra de lo tensas que eran las relaciones entre las distintas facciones políticas dentro del Papado. Tanto, que en el 876 Formoso y sus seguidores, partidarios declarados de la opción germánica, se vieron obligados a huir de Roma la noche anterior a la Pascua, ante la amenaza de un juicio por corrupción e inmoralidad. Refugiados en la corte de Guido de Spoleto, permanecieron en el norte de Lombardía esperando tiempos mejores, que llegaron con la fugaz llegada de Marino I al solio pontificio. El nuevo Papa levantó la excomunión sobre Formoso y lo restituyó al frente de su antigua diócesis de Porto en el 883.

    Una vez nombrado Papa, las tensiones políticas no hicieron sino crecer. Guido de Spoleto, recién coronado emperador, no dudó en cobrarse los favores prestados y exigir la coronación de su hijo Lamberto como su sucesor en el Imperio. Las tensiones entre los Spoleto y el nuevo Papa no habían hecho otra cosa que empezar. Formoso renovó su apuesta por Arnulfo de Carintia, la estrella en alza del momento tras su victoria sobre los vikingos en Lovaina en el 891. Con la muerte de Guido de Spoleto en el 894 y el ascenso al trono imperial de Lamberto de Spoleto, los hechos se precipitan hasta el punto que el Papa consigue que Arnulfo avance con sus tropas sobre Italia y se dirija a Roma para liberarla de la influencia de los Spoleto dos años después. Tras escasos meses de esta pequeña gran victoria personal, Formoso I moría a los ochenta años de edad, alabado por algunos como un Papa justo y recto y denigrado por otros por su oposición a los intereses de los Spoleto.

    Pero en un mundo tan turbulento, lleno de intrigas y rencores personales, como la Roma de finales del siglo IX la historia no podía acabar así. Lamberto de Spoleto, una vez recuperada su influencia sobre Roma por la retirada de Arnulfo de Italia, centró sus esfuerzos en condenar los actos de Formoso y acabar con el aura de santidad que había forjado entre los suyos. Primero a través de Bonifacio VI, cuyo pontificado duró apenas quince días, y más adelante mediante Esteban VI empezó a extenderse una idea peregrina. Juzgar al cadáver del difunto Formoso I tal y como se le debería haber juzgado en vida.

    La pantomima fue cuidadosamente preparada en todos sus detalles a principios del 897; detrás de ella se encontraba el odio de Lamberto y de su madre, Agiltrude. No bastaba con condenar el pontificado de Formoso sino que había que escenificarlo delante de la curia papal y todo aquel que tuviera algo que decir en la política de la ciudad. Nueve meses después de su muerte, Formoso volvió a visitar la basílica de San Pedro. Esta vez para su propio juicio, una macabra teatralización que ha pasado a la historia bajo el nombre de “el sínodo del cadáver”.

    Le Pape Formose et Etienne VII - Jean-Paul Laurens, 1870
    Le Pape Formose et Etienne VI – Jean-Paul Laurens, 1870

     

    Y es que Bonifacio VI y Lamberto de Spoleto no dudaron en ir más allá de lo recomendado por el buen gusto. Ordenaron desenterrar el cadáver de Formoso y preparar un concilio donde juzgar al difunto, literalmente de cuerpo presente. Cuesta no imaginar la escena con estupor, con un Formoso redivivo, ataviado con todas las insignias papales y vestido tal cual en vida, sentado sobre su trono y siendo sometido a interrogatorio y a las más diversas acusaciones sobre su pontificado. A tal punto llegó el sinsentido que, en aras de la credibilidad, se hizo hablar al cadáver para confirmar las acusaciones a través de un abogado de oficio. Todo ello con el hedor putrefacto que emanaba del cadáver de Formoso, lo mismo que los gusanos de sus vacías cuencas, mientras las distintas dignidades eclesiásticas ocupaban sus sitiales y participaban del espectáculo, incapaces de salir de su asombro.

    Las pruebas contra Formoso fueron, en definitiva, lo de menos. Se adujo que su nombramiento como Papa fue ilegal, al haber accedido al trono de San Pedro siendo ya obispo de Porto y se le acusó por tanto de avaricioso. Todos sus nombramientos y disposiciones fueron revocados, hasta el punto que los que fueron ordenados por él tuvieron que volver a serlo.  Los asistentes no daban crédito a lo que veían, especialmente cuando se procedió a arrancar los tres dedos con los que el difunto Formoso impartía en vida sus bendiciones. Tras arrastrar el cadáver por las calles de Roma, fue quemado y arrojado al Tíber, ante la estupefacción de los ciudadanos congregados fuera de San Pedro, que no tardaron en reaccionar. Ante lo macabro de la venganza contra Formoso, el estupor se convirtió en determinación y el propio Esteban VI fue encarcelado y ajusticiado apenas unos meses después.

    La figura de Formoso aún daría mucho de qué hablar y estaría, durante algunos años, en el centro de muchas decisiones papales. Sin ir más lejos, Juan IX (899-900) no dudó en rehabilitarlo y declarar que no se podía juzgar a las personas muertas, mientras que Sergio III (904-911), volvió a arremeter contra la figura de Formoso al tiempo que ensalzó las virtudes del difunto Esteban VI.

     

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