Ixarette, un lenguaje de signos en la corte del Gran Turco

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Si hay un gran desconocido en la historia europea medieval y moderna, desde nuestro ciego etnocentrismo, éste es sin duda el imperio otomano, el que fuera durante generaciones el Gran Otro de la civilización europea.

Hablar del imperio otomano es sinónimo de hacerlo del gran enemigo de Europa durante al menos tres siglos. Los otomanos fueron los responsables de la sangrante derrota de Nicópolis, en 1398, que acabó con la flor y nata de la caballería francesa, húngara y valaca y los culpables de poner fin a mil años de civilización bizantina en 1453, cuando el sultán Mehmet II culminó el fulgurante asedio de Constantinopla y, en los años siguientes, conquistó, una tras otra, cuantas estructuras de poder se le opusieran en su avance hacia el Danubio. Serbia cayó en 1459, el Peloponeso en 1460, Bosnia en 1463 y Albania en 1468, por citar las victorias más significativas antes del parón momentáneo a las conquistas de finales del siglo XV, cuando Mehmet II y su sucesor Bayaceto II dedicaron sus esfuerzos a consolidar la frontera oriental de su imperio, en Persia. Apaciguada ésta, durante el siglo XVI el Gran Turco se enseñoreó, una y otra vez, de la Europa Oriental. La esplendorosa victoria de Solimán el Magnífico en Mohács (1526) supuso el fin del reino de Hungría y la constatación de que la maquinaria bélica otomana estaba perfectamente engrasada, como lo pueden atestiguar los diferentes asedios a Viena. ¿Por qué estas victorias, una tras otra? ¿Qué tenían de especial los otomanos que los hacía invencibles?

Mehmet II según una representación del siglo XV

 

Lo cierto es que el imperio otomano, como tal, ni tan siquiera existió como pueblo. Otomano no hace referencia a ninguna realidad geográfica o identitaria si no que designa, estrictamente, a los sucesores de Otmán (u Osmán), hijo de Ertoğrul, un caudillo nómada del Asia Central que, huyendo de la presión mongola, se estableció en Anatolia a principios del siglo XIII. Su hijo y su nieto supieron aprovechar la oportunidad que les brindaba el complicado contexto del Próximo Oriente del momento, imponiéndose al dominio selyúcida y convirtiéndose en un aliado indispensable de los emperadores bizantinos. La gran virtud de los otomanos fue la de saber crear, a medida que ampliaban sus conquistas, una suerte de estado triunfal multiétnico y multicultural, en la que los distintos pueblos conquistados podían mantener su idiosincrasia al tiempo que participaban del proyecto vencedor dirigido por los sultanes otomanos. Y es que estos sultanes, al menos mientras duró su ciclo expansivo, tuvieron una cosa muy clara: su imperio, quizá por su aún fresca y no olvidada herencia nómada, sería una meritocracia estricta, donde la guerra y el reparto del botín tendrían un papel fundamental. Eso explica, por ejemplo, que aún durante el siglo XVI, ya en plena época imperial, no existiera nada parecido a una nobleza hereditaria militar, territorial o cortesana. Al poder llegaban elementos muy dispares: por poner un ejemplo, tras la muerte de Halil (uno de los visires de Mehmet II) 34 de los 36 siguientes visires fueron musulmanes conversos sin un origen islámico y procedían de los territorios anexionados en vida del propio Mehmet y sus sucesores. Algunas de las mejores tropas y oficialidades del ejército otomano estaban formadas por los kapikulu (los esclavos del sultán), entre los que se encontraban los famosos jenízaros, todos ellos de extracción popular y la mayor parte de las veces procedentes de familias cristianas.

Uno de los espacios interiores del Palacio de Topkapi

 

Quizá el palacio de Topkapi represente como ningún otro elemento la grandeza y la sobriedad del imperio otomano. Construido por Mehmet II tras la conquista de Constantinopla se convirtió en el centro neurálgico del imperio durante cuatro siglos, hasta su sustitución en 1853 por el lujoso palacio de Dolmabahçe, de inspiración europea y símbolo de la rendición cultural a Occidente.

El Topkapi, en cambio, es pura sobriedad nómada. Una oda al silencio en la interioridad secreta de un imperio que se extendía entre dos continentes. La recreación más perfecta del espíritu que animaba al imperio: el Topkapi recrea, sublima, la sencillez de un campamento nómada. Muros desnudos, ausencia de arquitectura decorativa, sucesión de patios donde, al aire libre, se despachaban los asuntos administrativos y las reuniones de gobierno. Una disposición que sorprendía a cualquier dignatario europeo que visitara las interioridades del Topkapi y que dejaba en evidencia la diferencia cultural entre unos y otros.

En el interior del palacio del sultán todo es silencio y algarabía. Una sabia combinación de elementos públicos y privados que representan mejor que cualquier otro elemento la naturaleza del imperio otomano: expansivo, comunitario y vivaz, pero a la vez cargado de una silenciosa solemnidad, que hacía del gesto, a veces, el mismo poder.

Vista del palacio de Dolmabahçe desde el Bósforo, que muestra su apariencia europea

 

Solemnidad, majestuosidad, silencio. Y a partir de la década de 1520, con la introducción del ixarette por parte de dos hermanos mudos y su adopción por Solimán el Magnífico, gestos. Estamos quizá ante uno de los elementos más curiosos del funcionamiento de la corte otomana: el ixarette era un sistema de gestos, un lenguaje similar a los modernos lenguajes de signos, que se utilizaba en el silencio reverente del corazón del Topkapi. El silencio potenciaba la dignidad y reforzaba el secreto.

El uso del ixarette y del silencio ritual en los círculos más próximos al sultán fue, a la larga, la crónica de un fracaso y un elemento a partir del cual podemos trazar si no el auge, sí la caída de la dinastía otomana. Mientras el imperio fue un valor en alza, expansivo, el ixarette fue uno más de los rituales y elementos que trabajaban para crear la imagen grandiosa del sultán y su serrallo. Algunos de los motivos del éxito inicial del proyecto otomano ya los hemos mencionado: una maquinaria bélica bien engrasada, una meritocracia estricta que potenciaba que la vida política y militar fueran dirigidas por los más aptos de entre los habitantes del imperio, sin importar su origen, la ausencia de una nobleza hereditaria y, sobre todo, la excepcionalidad de diez generaciones de sultanes capaces (esto, visto en perspectiva y comparado con el resto de casas reinantes a lo largo de la historia, es quizás lo más sorprendente de todo).

La fortaleza de la dinastía se conseguía a través de una práctica no demasiado humanitaria. El poder otomano nunca perdió el tiempo en afinar unas leyes sucesorias: campaba entre los sucesores al difunto sultán la ley del más fuerte. Aquel que era capaz de maniobrar y actuar sin piedad para deshacerse de sus parientes vivos era el que ascendía al trono: como en Los Inmortales, “sólo puede quedar uno” fue el principio rector de la sucesión de los primeros sultanes otomanos. Ninguno de los primeros sultanes tuvo, nunca, ningún pariente varón vivo, más allá de sus propios hijos. El fratricidio fundacional garantizaba la incontestabilidad del poder.

Esta práctica duró, intocada, todo el período expansivo otomano. Hemos de esperar a Ahmet I, sucesor de Mehmet III, para verla modificada. A partir de 1603 los príncipes otomanos dejaron de ser asesinados en la lucha por la sucesión; en su lugar fueron retenidos en la corte, sin posibilidad de salir fuera del harén y de las dependencias más privadas del serrallo. Quedaban a la espera, en una suerte de reserva áurea, a que les llegara su turno en la sucesión. Una especie de vivero de príncipes, retenidos en una silenciosa cárcel llena de concubinas estériles y silencio, mucho silencio.

Como un reflejo de la patrimonialización de los cargos administrativos y militares del imperio (los jenízaros, el cuerpo de élite del sultán, obtuvieron por ejemplo el derecho a poder casarse y transmitir su dignidad a sus hijos, y los gobernadores provinciales, también empezaron a hacer lo propio) la situación dentro del serrallo refleja el estancamiento del imperio. De una estructura dinámica y expansiva, que fiaba todo su éxito a la capacidad de seducción del proyecto imperial sustentado por las conquistas continuas, se pasó a un sistema esclerotizado, segmentado, donde las élites dejaron de sentirse parte de un proyecto común al mismo ritmo que el imperio perdía brillo y empuje ante sus rivales europeos.

El ixarette corrió la misma suerte. De brillante gestualidad que reforzaba la dignidad del sultán se convirtió en silencio asfixiante y moribundo. En la soledad del harén, el sultán y sus sucesores cautivos perdieron poco a poco el contacto con la realidad. El campamento militar se tornó en jaula dorada y el Topkapi guardaba en sus entrañas una legión de aspirantes al trono cuyo contacto con la realidad había sido, en el mejor de los casos, fugaz. La mudez impuesta, la falta de relaciones sociales y el peso de la cárcel palaciega provocó, con suerte, gobernantes incapaces y sin ella, locos.

Pocos elementos en su simplicidad, ilustran mejor el drama otomano en los siglos XVII y XVIII y el agónico y prolongado final de un sueño imperial que hizo contener la respiración a buena parte de Europa para tornarse después, ya entrado el siglo XIX, en blanco de las burlas y el desprecio occidentales.

Y al final, sólo silencio, pero no el que esperaba el sultán en el interior de su serrallo.

 

Esta entrada se publicó originariamente en Studia Humanitatis. Podéis consultarla en este enlace

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