De los peligros del mar: ballenas y navegantes despistados
La fascinación por lo desconocido es una de las constantes del ser humano. Allí donde no llega lo cotidiano se forja lo fantástico. Repasar los caminos del imaginario es una de las formas más bellas de aproximarse a la mentalidad de una época, de un grupo social o de un colectivo. Ya sea a través de las pinturas intuídas a media luz en el fondo de una cueva prehistórica, de los mitos antiguos y su pervivencia, de los misterios religiosos, de los miniaturas profusamente coloreadas de un manuscrito medieval o de los horrores cósmicos surgidos de la literatura de terror de principios del siglo XX, lo desconocido se nos presenta como un campo fecundo para la creación y la reflexión.
Por todo ello, iniciamos con la de hoy una – espero que larga – serie de entradas sobre lo desconocido a lo largo de la Historia, en todos sus ámbitos y facetas. Y qué mejor manera que empezar a hablar de los límites de lo conocido que hacerlo desde el mar; esa ignota inmensidad líquida sobre – y bajo – la cual han corrido a partes iguales la imaginación, la curiosidad y la familiaridad durante siglos.
El mar ha sido siempre uno de los lugares preferidos para colocar lo exótico y lo monstruoso, basta recordar la Odisea para ver que el viaje por mar tenía siempre algo de inquietante, más aún si uno navegaba perdido hacia lo desconocido, donce cíclopes, sirenas y monstruos marinos entraban dentro, no ya de lo posible, sino de lo esperable en cualquier historia que se precie.
De entre todos los monstruos que poblaban los mares, la ballena es uno de los que más persistencia ha tenido en la tradición occidental. ¡Hasta el pobre Pinocho tuvo que vérselas con una de ellas! Durante la Edad Media la ballena fue protagonista indiscutible de dos imágenes que tuvieron larga fama: aquella en la que se traga al pobre pecador, en referencia al episodio bíblico de Jonás y la ballena, y aquella que la hace pasar por una isla sobre la que un grupo de incautos marineros deciden fondear. Ambas imágenes tuvieron una amplia difusión y múltiples variantes, debido a su significado.
La ballena que devora al pecador y lo arrastra en su vientre a las oscuras profundidades del mar era una aterradora metáfora sobre el destino que esperaba a aquellos que se debajan llevar por mal camino. Evidentemente, la mayoría de los devorados no compartían el final feliz de Jonás o Pinocho. Terror abisal en estado puro.
La seguna relación entre ballenas y navegantes se viste de un mayor gusto por lo exótico. A fin de cuentas, que te devore un monstruo marino entra dentro de lo que los monstruos marinos mejor saben hacer. Ahora bien, confundir una ballena con un islote tiene un yo qué sé propio de la mejor fábulación y algo de inquietante.
No sé si el culpable o el impulsor de esta fascinación que tuvo el mundo medieval por la isla-ballena fue San Brandán, pero su episodio con el monstruo marino, que no tardó en ser asimilado a la ballena, significó el pistoletazo de salida de múltiples variantes iconográficas. San Brandán, uno de esos simpáticos monjes irlandeses del siglo VI que se lanzaron a la evangelización de los rincones más insospechados del mundo, es el protagonista de la Navigatio Sancti Brandani, escrita bien a finales del siglo X, bien a principios del XI. Entre los muchos episodios de la navigatio quedó en la memoria aquél en el que el bueno de San Brandán llegó a una pequeña isla en la que fondeó junto a su tripulación para realizar una misa en condiciones. ¡Menuda sorpresa cuando el islote resultó ser una ballena y tocó correr para no ser arrastrados al fondo del mar!
El suceso quedó fuertemente grabado en la mentalidad europea, hasta el punto que aún hoy se conserva, en las Islas Canarias, la leyenda de la Isla de San Borondón, la isla encantada que aparece y desaparece, oculta entre la niebla, y cuya localización exacta es algo imposible de saber. Fuera del ambiente más relacionado con las peripecias de San Brandán, la monstruosa ballena que reposa en la superficie, gigante e inmóvil hasta el punto de ser confundida con una isla, tendrá un gran recorrido. No es para menos, era un ejemplo perfecto de los peligros del mar, donde nada es lo que parece.
Algunas de las representaciones del episodio cuentan con un encanto especial, como la que sigue, procedente de un bestiario del primer tercio del siglo XIII. Cuesta no sonreir con la conjunción de fantasía (la plácida ballena gigante, devoradora de peces) con los detalles del más puro costumbrismo medieval. Los hay que saltan a primera vista, como el marinero que baja “a tierra” para encender un fuego en el que cocinar la cena o la vegetación que ha crecido en el lomo de la bestia, que contribuye a crear la ficción de la isla. Otros nos hablan del modo de navegar en el norte de Europa durante el siglo XIII. Por ejemplo, cuando vemos a la tripulación alzando el mástil, preparando el barco para volver a navegar, una acción poco documentada por otras fuentes y que nos habla del día a día de este tipo de embarcaciones.
He aquí una de las características más destacadas de las representaciones medievales: su perenne voluntad de veracidad. Incluso a lomos de una ballena, mientras da forma a lo deconocido y a los miedos más ocultos de la época, la representación medieval se detiene en el detalle cotidiano, anclado a la realidad, minucioso, que a ojos del espectador convierte toda la estampa en un hecho real como la vida misma.
Quizá por detalles como éste los miedos medievales han arraigado tanto en el imaginario colectivo.