¿Por qué fijarse en las ciudades medievales?
Tristes tópicos; uno de nuestros temas preferidos en el blog. Y es que parece que pocas cosas en nuestra visión estandarizada de la Edad Media escapan a la buena pátina de cutrez, oscuridad y mal rollo que desde el Renacimiento algunos se han ocupado de verter sobre todo aquello que quedara, cronológicamente, entre el esplendor imperial romano y sus propias posaderas. Y bueno, el revival febril del Romanticismo tampoco es que ayudase… como mucho sirvió para disociar “lo bonito” de “lo real”. Claro que existió una Edad Media cuqui pero – decían de pasada los románticos y, aún peor, pontifican hoy los neorrománticos 3.0- en el plano de lo ficticio; la de las haditas, los elfos, los castillos de mármol reluciente y las princesitas de hielo con sus lindas cabelleras, o la de las visiones neocons de la Edad Media fantástica más televisiva. Vamos, que la Edad Media real, la vivida, no le ha importado un pimiento a nadie en los últimos siglos, más allá de a algún iluminado. Y así nos va.
Claro que os podéis preguntar que por qué tendría que importarnos una época sucia y decadente de la que no podemos aprender apenas nada, que a lo sumo puede servirnos para documentar todo aquello que no se debe hacer (ya sabéis, lo de la barbarie medieval). Y ahí llega la tristeza inherente a los tópicos: la Edad Media, como verdadera matriz de nuestra sociedad actual, tiene mucho que decirnos si quisiéramos escuchar, aunque no por aquella astracanada que reza “La Historia, maestra de vida”, que nos gusta tanto porque nos recuerda al peor Coelho. Desengañémonos. Ni el pasado importa porque sea maestro de vida ni el Universo conspira a nuestro favor. El oficio del historiador es otra cosa aunque, eso sí, volver la vista al pasado sin apasionamiento nos permite ver cómo se han construido incluso nuestras certezas cotidianas más íntimas, desde los nacionalismos hasta la forma de nuestros cementerios, pasando por nuestros modelos de familia, nuestros gustos estéticos o con quien nos vamos a la cama. Cosas, todas ellas, que tendemos a considerar universales y naturales porque, en el fondo, seguimos siendo una cuadrilla de monos con ínfulas de trascendencia. Si la Historia debe ser maestra en algo, debería ser en humildad.
Uno de estos tópicos profundamente arraigado en nuestro imaginario y que haríamos bien en desterrar es el de las ciudades medievales. Sí, esos pozos sucios y malolientes. No los confundáis con las ciudades romanas, que todos sabemos que olían a limpio y a pino con limón. Por no hablar de las saludables termas romanas y esa sopa espesa de sudor, mugre y agua estancada en la que todos soñamos retozar cuando visitamos sus ruinas y que no tiene parangón con la suciedad medieval (aunque Régine Pernoud se encargara de contarnos aquello de que en el París de Felipe Augusto, por allá el año 1200, había en la ciudad más baños públicos que piscinas municipales en la década de 1950).
Esas mismas ciudades, villas y pueblos medievales que crearon la base de la red urbana en la que, como europeos, aún vivimos hoy en día. Y no sólo importantes en cuestiones de urbanismo sino por ejemplo en el uso de los espacios públicos, en la regulación de los horarios (ahora que vamos pegados al móvil y han desaparecido los relojes públicos nos cuesta entender el impacto de su introducción en las ciudades medievales), en las relaciones personales o en los experimentos de política participativa y consciencia política que a algunos desmemoriados les parecen una novedad de las sociedades líquidas del siglo XXI.
¿Por qué fijarnos en las ciudades medievales entonces? Pongamos sobre la mesa, a modo de esbozo, algunos temas. La ciudad medieval creó, por ejemplo, una consciencia colectiva novedosa y que tendría una importancia descomunal: el sentido de pertenencia a una comunidad política propia. Por todas partes de la geografía europea aparecieron y se multiplicaron pequeñas islas interconectadas donde cada vez importaban menos las injerencias o el capricho del poderoso de turno y se incidía cada vez más en una gestión racional de los derechos y las obligaciones de los conciudadanos. Antes del privilegio concedido a la ciudad encontramos la voluntad de ser de sus habitantes. ¿Ser el qué? He ahí la cuestión; lo que se decidiera ser. Se ha hablado poco de ello, evidentemente, pero las experiencias históricas más radicales de democracia participativa (y de las que más cosas tendríamos que aprender en la actualidad) no se dieron en la elitista y afectada Atenas de Pericles sino en las pequeñas experiencias comunales italianas durante la Edad Media. Otra cosa (y también ello es reseñable) es que en buena medida estas experiencias ciudadanas se malograran por injerencias externas o por la creación de élites dirigentes cerradas, que coparon la gestión de lo público.
Pero el paso importante ya estaba dado: se había creado una cultura política en clave urbana, que tuvo sus efectos en múltiples niveles, desde la gestión de las obras públicas y los intentos de control de la especulación urbanística, a la legislación en materias “tan poco medievales” como la seguridad laboral, la higiene pública, la seguridad en las calles, los derechos de los consumidores o el respeto al descanso de los vecinos. Al tiempo, desde el mundo urbano se tejían meditadas reflexiones sobre la naturaleza del poder y se daba forma a conceptos como bien común o buen gobierno que se encuentran aún hoy en el centro de cualquier proyecto de regeneración política contemporáneo.
Ni que fuera sólo por eso, haríamos bien en prestar más atención a las ciudades medievales y a sus gentes.
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